miércoles, 4 de julio de 2007

* La Importancia Histórica del Cristianismo - Ulises Gallardo

Por Ulises Gallardo

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Hablar de la importancia histórica del cristianismo es hablar, como se pidió en el llamado a este ensayo, de una parte de nuestra herencia cultural implantada “como un hecho innegable e ineludible”, ya sea que lo suscribamos o lo rechacemos.

La primera tentación, y ésta es ya una imagen de inspiración cristiana, es justamente el camino fácil, de hacer el catálogo de las formas y detalles en que el cristianismo ha marcado nuestro cotidiano, desde el descanso en domingo a los nombres con los que habitualmente se identifican los recién nacidos. Aunque habría que señalar la pérdida de influencia que, en este terreno, comienza a tener el santoral católico, ante el empuje de esa otra religión de los tiempos modernos y post modernos, la televisión-espectáculo-permanente, expresada en la miríada de Jocelines y Brayatanes que pueblan los liceos y barrios de Chile.

Podemos tomar caminos aparentemente más elaborados y extendernos sobre la influencia que el cristianismo ha tenido sobre la filosofía de nuestros días, asumiendo que exista una filosofía propiamente cristiana y, cuestión aún más difícil, una filosofía completamente no-cristiana, es decir, ni siquiera contraria o alternativa, con la cual ponerla en relación y comparar, para ver la parte de influencia de cada una en las más altas formas del pensamiento moderno. Ese mismo ejercicio podríamos extenderlo a la ciencia o la tecnología, de la cual tanto se enorgullece nuestra época, examinando los fundamentos éticos tras la elección de sus objetos de estudio o las finalidades de sus esfuerzos.

El mismo ejercicio puede, así, trasladarse a cualquier ámbito del pensamiento actual, desde la teoría política al análisis crítico de las artes o las letras. En cada uno de ellos podemos hacer el catálogo de sus ideas centrales y encontrar allí la influencia del cristianismo, en sus aspectos éticos y estéticos, filosóficos o estructurales. Incluso en aquellos momentos en que la libertad personal o el avance tecnológico encuentran límites, muchas veces el límite también es establecido desde las representaciones más directas del pensamiento cristiano y apelando a alguna de sus fuentes; véase el caso del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo o las investigaciones sobre la clonación de seres o partes de seres humanos.

Desde ese punto de vista, la pregunta sobre lo que la sociedad occidental puede esperar del cristianismo durante el siglo que comienza, tiene una respuesta previsible. Salvo que acontecimientos, de una gravedad impensable por el momento, alteren hasta lo irreconocible las estructuras sociales y los modos de pensar y actuar de las sociedades occidentales, el cristianismo seguirá siendo el catalizador de las corrientes principales del pensamiento dominante, legitimando sus estructuras y actuaciones; poniendo límites y frenos a la evolución social en un momento, para adaptarse y mostrar como propio el cambio impuesto, en una fase posterior. Es la habilidad que le ha dado su permanencia y trascendencia hasta ahora, la de su cercanía con el poder y su capacidad para absorber los cambios sociales, incluso para promoverlos, cuando son inevitables. Así la iglesia que se opuso, incluso con la violencia a los avances de la Ilustración y el racionalismo, hoy defiende la democracia y el derecho de rebelión contra las tiranías, pilares esenciales de la revolución burguesa.

Por eso quizás podría ser un ejercicio más interesante preguntarse cuáles son los orígenes de una concepción de la realidad, capaz de tanta rigidez en sus formas en el corto plazo y tanta flexibilidad en la “longue durée”; capaz de sobrevivir a transformaciones de la profundidad que alcanzó la extinción de la Antigüedad clásica, en que nació y se expandió; al derrumbe del orden feudal, con el cual se encontraba tan íntimamente identificada; a los múltiples y contradictorios avatares del mundo del capital, en que aún se mantiene como un punto central de referencia ideológica y cultural.

O preguntarse qué habría sido del mundo sin los procesos y acontecimientos que fueron ayudando a imponer el pensamiento cristiano como el paradigma de todo pensamiento occidental moderno, tanto para los defensores del statu quo como para los más radicales reformadores de la sociedad. Ambos caminos nos llevan a tratar de identificar, justamente, cuáles fueron esos elementos, si no fundadores del pensamiento cristiano, por lo menos vertientes que se fueron uniendo para formar esta corriente que todo lo cubre o lo absorbe a su paso.

Al identificar, el ensayista también se identifica, por lo que es conveniente dejar explícito el punto de vista que va a seleccionar y clasificar los elementos fundadores del cristianismo. Cuando hablamos de religiones, la humanidad se divide básicamente en dos sectores: Los que creen que los seres humanos fuímos creados por un ser sobrenatural “a su imagen y semejanza” y aquellos que creemos que es el ser humano, eslabón último, por el momento, de un largo proceso de desarrollo de la vida desde sus niveles más elementales, quien ha creado sus dioses a imagen y semejanza suya y de la época en que vive.

Por eso no es sorprendente que los dioses griegos se nos muestren a diario querellándose, negociando o seduciendo, en un Olimpo que mucho nos recuerda el ágora en que los ciudadanos griegos resolvían cotidianamente sus asuntos, sin más superior que el que ellos mismos decidieran darse en ese momento, magistrado siempre sujeto a las traiciones y conspiraciones de sus semejantes. Por eso mismo, encontramos las raíces del pensamiento cristiano en las religiones mistéricas, originarias de sociedades organizadas piramidalmente a partir de un soberano único y absoluto, que toma sus decisiones en su fuero interno, por caminos misteriosos e inalcanzables para el común de sus súbditos. Aún la más alta gloria alcanzada en vida, la más profunda transformación de sus existencias, sólo permitiría al hombre común llegar a la corte, para servir y adorar de más cerca a su señor, en ningún caso igualarse a él o compartir su intimidad. Así mismo, ni la vida más santa o la muerte más gloriosa permite al creyente igualarse a su dios, apenas entrar al cielo, también llamado corte celestial, a servir y adorar de más cerca a su señor, eternamente impenetrable.

El conocimiento más íntimo de estas religiones y, al mismo tiempo, una de las primeras demostraciones de su influencia, se produce en las campañas de Alejandro Magno contra el Imperio Persa, poco más de trescientos años antes del nacimiento de Cristo. Un personaje impulsado por una enorme ambición de poder y de gloria, se encuentra con el aparataje intelectual e ideológico que lo justifica y legitima. A él le corresponde ya no más resistir los intentos de expansión de los persas sobre el territorio griego, varias veces derrotados, sino luchar y vivir en territorio persa y en ciudades de origen griego sometidas durante largos años a su influencia. No es casual que uno de los momentos más dramáticos de su biografía sea el asesinato de Clito, amigo y compañero de armas, que lo critica por compararse a los dioses y disminuir el protagonismo de la tropas griegas para exaltar el propio1.

Pero el carácter simbólico de este encuentro de cultura y personalidad va más allá, pues Alejandro es, también, el discípulo más destacado de Aristóteles. Este filósofo es uno de los que más influencia tendrá en la conformación del pensamiento moderno. Aunque el cristianismo tomará de Platón la idea de que la verdadera realidad trascendente es el mundo de los conceptos ideales, del cual los objetos concretos y cotidianos son meras sombras o reflejos, ahí ya está implantada la idea básica de Aristóteles, la de que la realidad está compuesta de unidades claramente diferenciadas. Contra la filosofía naturalista anterior, que concebía los fenómenos de la realidad como variaciones momentáneas en la manifestación de una sustancia común, aire, fuego o incluso átomos, Aristóteles nos dice que una cosa es una cosa y no otra.

Si cada cosa en sí es un ente separado y distinto, el paso de la simple enumeración a la creación de categorías y niveles es muy simple. Si una cosa es una cosa y no puede ser otra - y otra no puede, tampoco, ocupar su lugar - llegamos a que sólo puede haber un ser en cada categoría, establecido ahí de una vez y para siempre: Una sola verdad última, una sola autoridad, un solo principio creador, que en algunos casos será llamado dios.

La conjunción del pensamiento aristotélico, que reconoce al fenómeno concreto su condición de única realidad, rescatado por la burguesía para oponerse al idealismo neoplatónico del cristianismo durante la época feudal2 y la noción religiosa de un solo dios creador de todo lo existente, nos han legado el paradigma característico de la modernidad: Una realidad construída siempre en forma piramidal, con un solo elemento en el escalón más alto y los demás en niveles progresivamente crecientes en número y decrecientes en calidad hasta la base, definidos así de una vez para siempre, al menos mientras la porfiada realidad no venga a revolucionar y transformar todo. Es el modelo ideal del Estado desde la época feudal y es también el modelo de los ejércitos. Es el modelo con que la burguesía organizó la industria y el proletariado los partidos que se opusieron a ella. Incluso los estados supuestamente revolucionarios, destinados a terminar para siempre con la dominación de la burguesía y la religión sobre los hombres, fueron construídos de acuerdo al modelo piramidal heredado de la concepción que tan brillantemente articuló el cristianismo a partir de esas diversas fuentes.

Una de las más trágicas consecuencias de esta concepción de las cosas, es la intolerancia que instala y que ha sido la fuente de las más dolorosas tragedias de la humanidad. La noción de que sólo puede haber un dios válido lleva a que admitir la existencia de otro u otros dioses no sólo pone en duda mi religión personal, sino todo el ordenamiento y la supervivencia de mi mundo; mi supervivencia, en último extremo la supervivencia del mundo, depende de que se elimine esta amenaza.

En diversos momentos de la historia, elementos distintos han venido a ocupar el lugar central de nuestros cuidados, con las mismas dolorosas consecuencias. Desde las quemas de “brujas”, sacerdotisas de antiguas religiones originarias en Europa o simples mujeres, demasiado seductoras o demasiado insolentes y poco sumisas, poniendo en peligro la dominación del sacerdote católico y el orden feudal, hasta la destrucción de templos y monumentos prehispánicos en la América indígena, que cuestionaban la primacía del conquistador. Posteriormente fué la raza superior permitiéndose eliminar a aquellas que pudieran disputarle el sitial, o la “civilización” intentando elevar la población negra de las llanuras africanas a través de la imposición de todos los modelos europeos sobre un continente “sin historia”, es decir, sin memoria y sin proyecto propios.

En diversos momentos históricos, los portadores de la única verdad y de todos los errores se han llamado con diversos nombres y es probable que en el futuro inmediato sigamos viviendo variantes de esta guerra eterna entre los representantes del Absoluto y los de la infinita variedad de la vida real: Cristiandad contra infieles, civilización contra barbarie, burguesía y proletariado, democracia y socialismo o democracia y tiranía, según los momentos y los lugares, y hoy una vez más Occidente contra el Islam, como en el tiempo de las cruzadas.

Aquí es donde nos detenemos, para preguntarnos, en un vano intento de ucronía, qué hubiera sido del mundo si no se hubieran producido estas conjunciones. Si la religión dominante fuera una de múltiples dioses, aliándose y disputándose unos con otros en un pié de cierta igualdad; o si hubiera sobrevivido, para nuestra época, una religión de sacerdortisas de la Madre Tierra en Europa o la Pachamama en América Latina. O si la tradición hispánica que hubiéramos recibido fuera la de la convivencia de tres culturas en lugar de la imposición del comercio por la cruz y la espada.

Un mundo sin clase dominante ni sexo débil. En que todas las formas de pensamiento fueran aceptables y todas las formas de amar legítimas. Un continente en que todas las tribus, incluyendo la de los venidos de España pudieran compartir los frutos de la tierra. Una religión en que todos los dioses y todas las criaturas de los dioses pudieran vivir en una cierta armonía, en que ninguno tuviera la verdad absoluta ni el poder absoluto. En que la política pudiera ser la adecuación, razonable y negociada entre todos, de la sociedad y sus leyes a los cambios ocurridos en el sistema económico y político. En que el proyecto de futuro implicara ampliar las posibilidades de realización humana, en lugar de ser la opción entre el sometimiento suicida o la guerra contra un sistema que nos condena a muerte, junto con el planeta, en nombre de la absoluta supremacía de un sistema económico cruel, de un pensamiento único, de un sólo país convertido en imperio planetario.

Junio, 2007.

1 www.artehistoria.jcyl.es/historia/personajes/4186.htm

2 J. L. Romero, “Estudio de la mentalidad burguesa”, Buenos aires, 2005.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente trabajo compañero. Felicidades.